Manifiesto contra la atrocidad en Gaza

Vie, 17/10/2025 - 20:11
0
17/10/2025
Manifiesto por Gaza
Manifiesto por Gaza

El pasado 15 de octubre, al abrigo de la convocatoria sindical de paros parciales, “con el objetivo de visibilizar el apoyo de la clase trabajadora al pueblo palestino y condenar el genocidio perpetrado por Israel en la Franja de Gaza”, se pronunció la siguiente lectura en el campus, impulsada por docentes y alumnado de Educación Social:

Compañeros y compañeras. Estamos hoy aquí para apoyar a las universidades de la Palestina Ocupada, que continúan existiendo gracias a la resiliencia de personas que se han convertido en seres desplazados, heridos, enfermos y hambrientos, quienes mantienen su actividad académica en condiciones inimaginables para nuestra comunidad universitaria.

Porque en Gaza, durante estos 23 meses de genocidio, se han leído tesis, se han impartido clases, se han realizado exámenes, se ha estudiado bajo el zumbido constante de drones, entre un bombardeo y el siguiente. El esfuerzo inconmensurable de esta comunidad académica está preservando la educación como un salvavidas, como una forma de resistencia frente al sufrimiento y la destrucción que les rodea.

Porque en Gaza, la educación es una de las armas para luchar contra un sionismo que alardea de su capacidad para deshumanizar al pueblo palestino y aniquilar por completo a sus generaciones futuras.

Compartimos aquí una parte del testimonio del profesor Ahmed Kamal Junina, de la Universidad Al Aqsa, quien nos habla de cómo, en medio del horror sin límites, surgen iniciativas para sobrevivir y mantener el sistema de Educación Superior. Su carta dice así:

“Lo admito: escribo este texto mientras me muero de hambre, demasiado hambriento para pensar con claridad, demasiado débil para mantenerme erguido durante mucho tiempo.

El hambre es ruidosa, me grita al oído mientras leo. Escribo, pero mi boca produce chasquidos con cada pulsación del teclado. Siento punzadas en el estómago... Me duelen los dedos, resecos por la deshidratación. Y cuando intento calmarme, mi mente divaga:

¿Qué publicaciones podría buscar si estuviera en una biblioteca? ¿Cómo puedo mantener la mente despierta cuando mi cuerpo está tan delgado y deshidratado? Mis piernas apenas me llevan hasta el cibercafé más cercano. Allí intento ponerme al día con el trabajo de clase y mis compromisos, cargar mis dispositivos y conectarme brevemente con el mundo exterior.

Algunos días, la supervivencia se reduce a una sola bolsita de una pasta nutritiva a base de cacahuete, que suele distribuirse gratuitamente en las zonas de hambruna, pero que aquí cuesta unos $3.00, un precio imposible para muchos.

La gente sigue compartiendo lo poco que tiene. Pero la privación es tan grave, que incluso las manos más generosas, ahora suelen estar vacías. Las familias se acuestan con hambre y se despiertan con hambre. Un día en particular, me desmayé y me llevaron rápidamente al médico más cercano, quien me administró un suero intravenoso para estabilizarme. A la mañana siguiente, volví al trabajo docente porque no podía permitirme parar. Había estudiantes a los que apoyar, mensajes que enviar... No se trata del ego. Se trata de negarse a desaparecer. De hacer que la educación continúe, incluso aunque haya que hacerlo entre las ruinas.

Y más allá del desgaste físico, hay otra erosión: la destrucción de la identidad. Como profesores, estamos destinados a cultivar el pensamiento liberador entre nuestros estudiantes. Pero cuando nuestra realidad cotidiana es el hambre, el dolor y el desplazamiento, empezamos a cuestionarnos si podemos seguir cumpliendo con este papel.

¿Qué significa ser un académico cuando el asedio nos priva de las condiciones necesarias para pensar y enseñar? ¿Qué significa guiar a los jóvenes hacia el aprendizaje y la investigación cuando estamos luchando por mantenernos en pie? Estas preguntas no son preocupaciones abstractas, sino angustias vividas cada día. Aun así, seguimos adelante. Porque detenernos sería renunciar a la poca capacidad que nos queda para actuar con independencia.

A menudo me encuentro atrapado entre dos opciones difíciles en el aula: o bien evitar hablar, por miedo a volver a traumatizar a mis alumnos; o bien afrontar la situación directamente, abriendo un espacio para la reflexión colectiva.

Ambos caminos son complicados, pero los impulsa la misma esperanza: utilizar la educación no solo para informar, sino también para liberar, ayudando al alumnado a creer que sus voces siguen siendo importantes.

El trabajo continúa. Las investigaciones esperan. Revisiones de proyectos. Seminarios web. Clases grabadas. Sesiones de formación, aunque a menudo deben interrumpirse. Esta es nuestra realidad.

Aun así, seguimos acudiendo a clase, redactando propuestas, dando charlas, participando en conferencias, publicando. No porque seamos fuertes o valientes, sino porque creemos en el poder transformador de la educación. Y porque detenernos sería ceder al silencio.

Sin embargo, la verdad más básica sigue siendo difícil de decir en voz alta: tenemos hambre. No por accidente, sino por diseño. Para encontrar harina hay que buscar como si fuéramos animales carroñeros. Y cuando conseguimos reunir los ingredientes, hornear sobre un fuego abierto es agotador, tanto física como emocionalmente. Se han acabado las cerillas. Los mecheros son casi imposibles de reemplazar, y cuando se encuentra uno, puede ser prohibitivamente caro. En muchos casos, las familias y vecinos comparten una sola llama, pasándola de casa en casa, otro acto silencioso de solidaridad y espíritu resistente.

¿Qué significa la solidaridad cuando algunos de nosotros debemos pensar, enseñar y trabajar mientras pasamos hambre? ¿Qué significa la inclusión cuando el acceso a los alimentos, el agua y la seguridad determina quién puede participar y quien no?

Esto no es un llamamiento a la caridad. Es un llamamiento para que afrontemos una verdad incómoda: la solidaridad no tiene sentido si no se nombra —y se desafía— a los a los sistemas que obligan a las personas a sobrevivir bajo el asedio, la ocupación y la privación deliberada.

La verdadera solidaridad significa hacer preguntas difíciles: ¿Quién puede hablar?

¿A quién se le presta atención y se le escucha? ¿Quién puede seguir aprendiendo e imaginando un futuro cuando caen las bombas y el hambre aprieta?

Es necesario escuchar a la gente de Gaza, no como víctimas, sino como socios en igualdad de condiciones del mundo actual.

Generar conocimiento en el contexto del hambre es pensar a través del dolor. Enseñar a estudiantes que no han comido y seguir diciéndoles que sus voces importan. Insistir, contra viento y marea, en que Gaza sigue pensando, sigue cuestionando, sigue creando. Todo eso es, en sí mismo, un acto de resistencia”